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EL PUCHERO

noviembre 26, 2019

 

EL PUCHERO

 

Charly, todavía con las ropas de presidiario, se abría paso entre los arbustos machete en mano, después de una complicada pero exitosa fuga.
Ahora sólo le restaba encontrar alguna casucha solitaria, dejada de la mano de Dios, en las lúgubres tierras pantanosas del oeste de Kardum.
Por suerte, después de dos horas luchando contra el ramaje, Charly conseguía otear una cabaña a lo lejos, desde cuya chimenea manaba, cual blancuzca serpiente ondulante, humo sin cesar.
Se acercó con sumo cuidado, mientras pensaba si Tom, su compañero de fuga, seguiría vivo como él, y si la fortuna había querido proporcionarle un lugar donde cobijarse.
Caía la noche como el pétalo plomizo de alguna flor desconocida, y Charly se disponía a entrar en la vivienda, con el aplomo y la firme convicción de hacerse con ella, si era necesario, asesinando. Pero ¡cuál fue su sorpresa!, cuando al llegar, se encontró la puerta abierta y nadie en su interior. Recordó a Tom, besándose el dedo y diciendo: ¡Vamos a tener suerte! Mientras el paraíso era un puchero de caldo al punto ante su estómago, que durante dos días no probaba bocado.
Sin pensárselo un segundo, metió el cucharón en el enorme cazo y, en un cuenco de barro gris que había a la izquierda, se sirvió la sopa. Pero, cuando fue a servir un segundo plato de la cazuela, al sacar el cucharón, quedó espeluznado: Una mano chorreante colgaba…
– ¡Santo Dios! -exclamó. Recordó a Tom besándose el dedo y, de seguida, sacó el machete; sonó un golpe seco y, en el hueco de la puerta, la silueta aterradora de un anciano apuntándole con un rifle Winchester sonreía sádicamente:
-Más comida para hoy…

 

Eduardo Ramírez Moyano

 

 

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¡PÁNICO!

May 14, 2019

¡PÁNICO!

 

Desperté, no recordaba nada, sólo sentía un fuego abrasador en las sienes y un terrible dolor en las muñecas, la frase: «Después te hallarás mucho mejor», repitiéndose una y otra vez en mi cabeza como si alguien me lo estuviera susurrando y el desolador graznido de un cuervo tras la reja de un ventanuco a mi izquierda. Veía borroso y en penumbra, intenté moverme y no podía, estaba atado a la cama, grité: ¡Ayuda! ¡Auxilio! Y el silencio me escupió un desértico graznido desdeñoso. Lloré hasta tragarme mis lágrimas… Parece que la emoción sódica por mis mejillas me hizo reaccionar e intenté levantar la cabeza, el haz de luz de la luna en penumbra me permitía ver medio suelo y una puerta entreabierta…
Entonces comencé a oír lejanamente lo que debía de ser un animal de cuatro patas caminando lenta, muy lentamente hacia donde yo me encontraba. Un perro – pensé – voy a ser devorado sin más por un perro- Pero los minutos pasaban afilados como hojas de afeitar, sin vuelta atrás, y me veía como un moribundo cada vez más cerca de su final.
Por fin, cuando quedaban unos metros, se cerró la portezuela de la ventana en un golpe de viento y el habitáculo quedó completamente a oscuras.
-¡¡Agg!! -grité de pánico…
Duró una Eternidad mi alarido, hasta que intenté tranquilizarme y poco a poco fui bajando el tono de mi propia voz. Entonces hubo silencio. Un silencio sepulcral, que en mí se traducía en agonía… No se le oía. Mi corazón palpitaba como un tambor en una caja cerrada… Intenté levantar la cabeza y mirar hacia la puerta… De repente, un golpe seco abrió el ventanuco y mi mirada cayó en… ¡Dios, Dios! -grité espeluznado: Era un enano deforme, jorobado sería un elogio, con una cabeza completamente quemada, plena de gigantescos bultos y pliegues sobre pliegues, un ojo del tamaño de un balón mirando hacia un lado y el otro mirándome fijamente a mí, dientes exageradamente torcidos, largos y montados, dos agujeros por nariz…¡ Una monstruosidad como no había visto en mi vida! ¡Y me miraba fijamente, Dios sabe qué me iba a hacer!
No tenía tiempo para pensar. De repente, oscuridad total.
– ¡No, no, no! -grité hasta romperme las cuerdas vocales, giré la cabeza a los lados sin parar.
Yo ya era un poseso, no quería que se abriese el ventanuco, pero la sombría noche tenía previsto volverlo a abrir de par en par:
¡La cara de la monstruosidad se encontraba a medio palmo de mi cara, babeándome por un agujero debajo del labio inferior y chorreándome sudores de su carne más quemada de la frente, pareciendo como que se riera con sus enormes y amarillentos dientes montados!
Ya estaba fuera de mí, ya no era yo, sino un pelele sin voz ni oído, ojos cerrados, girando la cabeza a una velocidad nociva.
No sé cuánto tiempo pasó, pero calculo que bastante, hasta que dejé de girar, sin fuerza apenas, la cabeza y ya no notaba líquidos ni pastas sobre mí, ya no se oía nada, por fin, abrí los ojos… Estaba a oscuras, pero yo notaba la presencia de alguien. Levanté con gran dolor y dificultad la cabeza, y en el hueco de la puerta había un hombre gordo apoyado, con aspecto desastrado, cara de alucinado y ojos y mirada de borracho, pero ademanes de romántico, alternado con un movimiento de manos de jugador de Bolsa, una mezcla muy extraña:
– Sabes cuando entras, pero nunca cuando sales -Dice gravemente. Me llamo Carlos. Esta es la primera norma.
– Ahora te lo voy a decir en francés… -Añade ampulosamente: Vous savez quand vous êtes venu, mais vous ne savez jamais quand vous alle.
Al menos, parecía que ya no corría peligro mi vida. Y Carlos entró, me dio la espalda y se sentó en una silla junto a la cama de al lado.
Durante media hora mantuvo una conversación delirante sobre delfines y meigas; yo lo único que pude sacar en positivo es que a mi habitación se le llamaba «la habitación maldita». Cuando terminó su charla, se fue. Y a mí me venció el sueño…
Por la mañana, se nos despertó a todos a la vez, y como en una colmena, cada uno iba saliendo de su celda, a la mía vinieron dos ayudantes y un señor con barba y bata blanca, que me explicó: Estás en un hospital psiquiátrico, lo de las sienes se te pasará, es producto del electroshock, por eso no te acuerdas de nada. Estabas muy deprimido y te rajaste las muñecas: ¡Míratelas!
Entre los tres me ayudaron a salir al pabellón, donde había todo tipo de criaturas: la monstruosidad, cogiendo colillas del suelo, un engendro sin dientes alternando carcajadas y suspicacia, ex presidiarios plenos de tatuajes, muchas cicatrices y mucha deshumanización…
Esta historia me la contaron tal cual, acaecida en el hospital psiquiátrico de San X. Parece mentira que en pleno siglo XXI sigan existiendo «zoológicos» para enfermos mentales como éste.

 

 

Eduardo Ramírez Moyano

 

 

 

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Sentenciado

marzo 15, 2019

Noté que me venía siguiendo desde la rotonda. Parecía un hombre calvo, bien trajeado, de complexión atlética y con las manos escondidas en los bolsillos; yo apresuraba la marcha mientras él cruzaba con recelo cada esquina, persiguiendo torturante mis pisadas. ¿Quién sería y por qué a mí? El corazón se me aceleraba a cada paso; no había una sola alma en la callejuela hacia mi casa y comenzaba a chisporrotear en una noche negra de verdad.
La estrecha y gris acera parecía interminable. Yo jadeaba y empalidecía de terror. De repente, al mirar de refilón tras de mí, ¡cuál fue mi horror!, cuando impactado y pasmado vi entrar a un enano al callejón. Tropecé en tal trance y caí al suelo espantado, mientras observaba cómo éste rebufaba y hacía toda clase de muecas grotescas y signos satánicos.
Me levanté torpemente y corrí horrorizado mientras esperaba un desenlace fatal de origen desconocido. Ambos ya habían empezado a correr a toda velocidad.
El hombre calvo se lanzó contra mí con nervio y comenzamos a forcejear. Entretanto le di una potente patada al enano, que se estrelló contra el muro. Casi inconsciente por los puñetazos del calvo, recordé el abrecartas de mi bolsillo y, realmente sin saber cómo, lo abrí velozmente y le segué el cuello ¡Por Dios, qué conmoción! Instante que aprovechó el enano para recobrar sus energías y saltar cual animal enfurecido sobre mí. Pero lo agarré por ambos brazos y lo levanté, con mis ropas ensangrentadas, dispuesto a todo.
Suplicó, o creí que lo hacía, cuando empuñé mi arma haciendo rozar el filo contra su garganta. Entonces me detuve a pensar dentro de todo el caos de la propia situación, pero quedé espeluznado en el momento mismo en el que de la boca del enano salía la ahogada palabra: Papá…
Me dio un vértigo y en ese instante desperté: Mi hija de dos años salvaba su vida, despertándome de mi sonambulismo, mientras el horror de mi mujer degollada por mis propias manos se cernía cubierto de sangre a la izquierda del dormitorio.

Eduardo Ramírez Moyano